Nueva York, 22 de noviembre de 1909, Clara Lemlich pide la palabra en una reunión en Cooper Union.
En un encuentro al borde del barrio Ucraniano, donde por horas se había hablado de si toda la industria textil se iba a la huelga o no, Lemlich escuchó a hombres sindicalistas y abogados pedir “reflexión y precaución”.
Ella, judía ucraniana de 23 años y trabajadora textil, había sido detenida más de 15 veces en los úlitmos meses, sufriendo incluso de costillas rotas por parte de matones a sueldo. Ya habiendo participado en algunas huelgas en Triangle Shirtwaist, fábrica donde explotaban a los trabajadores, las palabras de Clara fueron contundentes.
“He escuchado a todos los que han hablado y no me queda paciencia para seguir callando. Soy una chica trabajadora, una de las que ya están en huelga contra condiciones intolerables. Estoy cansada de oír a aquellos que sólo dicen vaguedades. Estamos aquí para decidir si hacemos huelga o no. Y yo propongo que vayamos a la huelga general”
La huelga que definió la lucha obrera de la mujer fue conocida como “El alzamiento de las 20,000”. Decenas de miles de mujeres abandonaron sus puestos de trabajo y miles más se unieron a la causa en los días siguientes.
Los motivos de la huelga fueron explicados por la misma Clara Lemlich en el New York Evening Journal cuatro días después:
“Primero, deja que te cuente algo sobre cómo trabajamos y cuánto cobramos. El trabajo normal se paga a cerca de seis dólares a la semana y las chicas tienen que estar con sus máquinas a las 7 en punto de la mañana, y permanecer allí hasta las 8 en punto de la noche, con sólo media hora para almorzar en todo ese tiempo.
Los talleres. Bueno, sólo hay una fila de máquinas a la que le da la luz del sol: la primera fila, junto a la venta. Todas las demás chicas tienen que trabajar con luz de gas, tanto de día como de noche. Oh, sí, los talleres también abren por la noche.
Nadie podría llamar a los jefes hombres educados, y para ellos las chicas son sólo una parte más de las máquinas que supervisan. Gritan a las chicas, y las tratan incluso peor de cómo me imagino a los negros esclavos del Sur. No usan palabras bonitas. Nos insultan, blasfeman y a veces nos llaman cosas peores, que nadie querría oír.
No hay vestidores para las chicas, no hay ningún sitio donde dejar nuestras cosas sin que se estropeen. Tenemos que colgar la ropa en ganchos en las paredes. A veces una chica trae un sombrero nuevo. Nunca es muy bonita porque nunca cuesta más de 50 centavos. Y aun así, ese sombrero significa que ha estado semanas almorzando por dos centavos: torta seca y nada más.
Los talleres son insalubres. Ésa es la palabra que usan, pero debería haber una peor. Cuando la ropa con la que trabajamos aparece dañada, aunque sea después de que la hayamos cosido, nos descuentan toda la pieza a nosotras, y a veces también el material. Y al principio de cada temporada baja, nos quitan dos dólares de cada paga. Nunca hemos sido capaces de averiguar por qué”
La huelga duró 14 semanas y sólo en la primera semana se detuvo a más de 722 mujeres. Al final de la huelga, Clara Lemlich entró en una lista negra y nunca pudo volver a trabajar en una fábrica.
El 25 de marzo de 1911, a dos semanas de la primera celebración del Día Internacional de la Mujer, un incendio consumió la fábrica, matando a 146 mujeres.
“El fabricante puede votar; los jefes pueden votar; los capataces votan; los inspectores. La chica trabajadora no tiene voto. Cuando pide que su lugar de trabajo sea seguro e higiénico, no hay por qué escucharla. Cuando pide jornadas que no sean eternas, no tienen que escucharla. (…) Hasta que esté representada como los hombres, no conseguirá justicia; no conseguirá buenas condiciones”